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Reflexión zen al caso Matas.

Retorno de una escapada breve a Madrid (gracias a un excelente y baratísimo  servicio de una de las compañías a las que el Govern planta absurdas batallas)  y opto por titular este artículo “Un paseo por el Madrid de Matas”.  Sin embargo, aunque este texto se ha gestado deambulando por el lujoso barrio de Salamanca,  decido que no tiene mucho sentido hablar del selecto barrio (tentación para aquellos políticos que pasan del ámbito regional a la política de la capital). Menos interés tiene centrarse en  las fastuosas viviendas o los televisores y mobiliario que contienen. Me pregunto si el anterior Presidente se desvió de su camino en Mallorca o fue en Madrid donde aprendió las  artes del mal gobierno. Y digo esto porque los datos y patrimonio (que poco a poco se van descubriendo)  provocan una confrontación entre la obviedad y la presunción de inocencia que estamos obligados a respetar. Con ello termino mis alusiones a Jaume Matas a quien he dedicado diferentes artículos y por diferentes razones. La coyuntura era otra, y dentro de la crítica constructiva también alabé algunas de sus decisiones (destacaría el frustrado proyecto de metro para Palma).  Las circunstancias cambian, pero es incomprensible un viraje tan radical: de presidente de nuestra comunidad -arropado por la práctica mayoría de los votantes de las islas y plegado de espectaculares proyectos- a fugitivo con muchas dudas por despejar.

Las comprobaciones a su gestión arrojan unos costes adicionales que suponen una sangría económica para los baleares. Es humano errar o apostar por proyectos equivocados, pero en este caso se plantea -a la espera del desarrollo del proceso judicial- si la gestión de lo público respondía y se dirigía únicamente al interés general que debe cuidar cualquier político. Ello ha causado un daño mucho peor que el financiero, y aquí empieza la reflexión zen: los ciudadanos ya no podemos confiar en nuestros gobernantes. La política sin principios es la peor de las amenazas para el progreso de un pueblo y la convivencia mutua. Es una traición impagable vulnerar la esencia que justifica la figura del político: la entrega a la consecución del bienestar colectivo. Se ha abandonado el idealismo por el interés particular y se ha instaurado la obsesiva acumulación del dinero que se puede obtener en la gestión de lo público.  La res publica ha dejado de ser una actividad desinteresada  y entregada al progreso de un pueblo. En el pasado, nuestros representantes  entraron en la historia y el recuerdo por las hazañas conseguidas en la consolidación de libertades y derechos para los ciudadanos.  El escenario era diferente: se luchaba por ideales. Sus ansias eran educar y culturizar un país, mejorar las condiciones de vida y la sanidad, garantizar la seguridad, o -entre muchas más- impulsar el desarrollo personal.  Ahora todos estos pretextos son utilizados para consolidar el poder, manipulando conciencias o confundiendo a los ciudadanos. Y como no,  para enriquecer a un partido o a quienes utilizan estas estructuras para mandar. El idealismo ha sucumbido al cobro de las comisiones, a la esclavitud de las decisiones condicionadas al mejor postor. Los políticos actuales embrutecen la sociedad hasta el punto de hacernos que creer que ellos son un reflejo de la colectividad. No es cierto.  No tenemos los que nos merecemos. La decadencia actual termina arrastrándonos a la pillería, deslegitimando a las instituciones públicas como mediadoras entre los individuos y garantes de un contrato social que impide la supremacía de nuestras miserias. Dominio y ansía de enriquecimiento (colectiva y personal) son malos consejeros y, por ello, nuestros gobernantes no pueden  orientarse u obstinarse con los datos económicos.  El progreso no sólo se mide en euros, carreteras construidas o número de turistas. Acabo, la política somos todos,  pero la ejercen unos pocos. Cuando ésta abandona la ética genera vencedores solitarios cuyos errores conviene recordar y sus nombres olvidar.

(Última Hora, noviembre de 2009)